El niño se había puesto los zapatos en el ascensor como cada mañana. Luego rascaba su pelusa de barba indecisa que aún no había tocado la máquina de afeitar. Su madre, plantada ante la puerta con la bata de casa y las zapatillas de pompones, le había dicho:
–¡Date prisa que otra vez llegas tarde!
Yo no comprendía cómo el ascensor me traicionaba, mandándome al cuarto piso en lugar de bajarme a la calle, y así el niño me atrapaba en él. Sin preguntarle, estaba al tanto de toda la vida de la familia; de las vacaciones en la casa de campo, las subidas al apartamento de esquí y las bajadas a la orilla del mar. De todo estaba yo al corriente sin importarme, y era porque no podía zafarme de su charla y al final llegué a sentir curiosidad por los periplos familiares, por si había lucido el sol en la playa o el viaje transcurrió sin incidencias. Todo lo escuchaba yo y todo lo preguntaba, por prestarle atención a él. Con los últimos relatos ya la voz le iba cambiando y no le sonaba tanto a pito inoportuno de parvulario, sino a bronquios de chaval. Así me contó que una pandilla de gamberros le había robado el teléfono de bolsillo, ese que todos quieren con la marca de la manzana, y el juego de llaves, por eso tuvimos que cambiar el cierre del edificio y tomar precauciones para entrar.
Hoy, como todos los días, se metió en el ascensor con las zapatillas deportivas en la mano, se sentó en el suelo como dejándose caer y se las puso con un solo movimiento. Ahí comprendí que por eso nunca las desamarraba.
El niño, que ya no era tan niño, me dijo que hoy no habría clases, que se iban al entierro de un compañero al que había embestido una moto loca en la misma acera que pisábamos al arrancar el día. Luego dio un salto de canguro y corrió hacia la avenida dejándome atrás. Él corrió impulsado con la potencia de los octanos de la pubertad, y yo avanzaba con pasos meditabundos, reflexionando en mi media hora de historias.
A la altura del cruce los vi: las sirenas azules, los vehículos rojos y el grupo de socorristas agachados formando un círculo. Quise acercarme pero desistí, por evitarme el llevar en la memoria alguna imagen de charcutería humana que luego me costara borrar. En la parada del autobús me lo contaron. La policía tenía prisa, iban detrás de un terrorista o de un loco, lo mismo da. Con un volantazo frenético habían invadido la vía izquierda de la avenida para adelantar. Y así, circulando en sentido contrario chocaron contra el niño, que aquel día corrió menos que ellos y lo dejaron planchado delante de su escuela.
Y ahora, ¿qué le diré a su madre cuando la vea? Plantada ante la puerta con su bata de casa y sus zapatillas de pompones, esperando al que ahora yace inmóvil, esperando al que no volverá. ¿Qué explicación se le podría dar? Que este mundo loco se ha llevado un alma inocente, que no sabemos a dónde vamos a llegar, que la policía debió aflojar el acelerador delante de la escuela y… ¿todo esto que más le dará? Cuando no vea a su niño entrar, el niño que no volvió, no llegó a la escuela, no cargará más con su mochilita de libros, ni saldrá corriendo a la calle a medio peinar.
¿Y yo? Hubiera deseado con toda el alma que esto fuera un cuento, pero no lo es, es una escena más que se funde en el delirio de los sucesos de todos lo días. Y ya no me importunará más en el ascensor, con su charla de cotorra infantil, mirando al mundo con sus ojos soñolientos, despertando a la vida despacio, como una flor que espera los rayos de un sol que no la alumbrará jamás. Ahora sí que irás al entierro, pequeño mío, y en guisa de anfitrión principal.