En el año 92 de la crisis, después de la Exposición Universal de Sevilla, andaba yo desesperada buscando un empleo. Al terminar los acontecimientos notorios que se habían llevado la prosperidad con ellos, Andalucía volvió a vivir en tiempos de vacas flacas una vez más. Aquel día me subí a la banana (un Renault 4L, cuatro latas de color amarillo), con el ánimo guerrero vestida para una entrevista de trabajo. El puesto que ofrecían era de recepcionista en un improvisado camping situado al lado de una granja de cerdos que lo perfumaba con su vapor cuando el viento quería.
Allí me esperaba Suzanne, una dulce jovencita americana que había estudiado en la Universidad de la Sorbona de París y hablaba cuatro idiomas por lo menos. Yo chapurreaba un inglés de los americanos sin ningún pudor, y cuando me preguntó si hablaba francés le contesté que sí. Y claro, no tenía ni idea, pero la olla de mi niño estaba vacía y había que llenarla. Ya improvisaría, ya estudiaría... o lo que fuese. La cosa era conseguir el puesto y las cuatro perras que iba a ganar con él. Suzanne se dio cuenta en seguida pero no dijo nada y me dio un curso de cuatro palabras en la lengua de Moliere para que aprendiera a decir: camiseta, bolsa de hielo y el precio de la estancia por día y por semana. Creo que se divirtió aquel día y dio el visto bueno para que me admitieran como ayudante en la recepción. Pero más aún se divirtió Xavi, el dueño del camping, el día que me trajo unos italianos para que les hiciera los trámites de entrada. Bueno, me defendí con el italiano de las películas, del cual me avergüenzo hoy por ser incompresible, pero tenía el mérito de ser inventado. Yo pensé: si
lavorare es trabajar y
come stai es cómo estás, el resto es coser y cantar. Lo mejor de todo fue que me entendieron cuando les expliqué cómo llenar el depósito del agua de la auto caravana con una manguera.
Mamma mía! Debieron pensar que yo hablaba español y que era comprensible para ellos y Xavi quedó convencido de que yo hablaba italiano.
El verdadero problema se presentó el día que llegaron los franceses, ¿con cuál de las cuatro palabras que sabía les iba a recibir yo? Oh,
Mon Dieu! Y Xavi me observaba silencioso desde un rincón de la recepción. Yo mantenía la calma sin sudar, pero debía tener tanta cara de apuro que él se acercó y les dijo:
–
Bonjour, pour faire les formalités...Bueno, hice los trámites de entrada, les dije las cuatro palabras que conocía y les entregué unos cuantos folletos turísticos. El día que se fueron se despidieron diciendo:
–
Ici sents le cochon.Por el gesto de asco que pusieron entendí la frase y aquel fue el primer curso de francés nativo que tuve en la vida y que me empujó mucho más tarde a estudiarlo.
Mientras, Suzanne se convirtió en amiga de la familia gracias a un sueño premonitorio que tuve sobre ella al día siguiente de conocerla que nos sorprendió a las dos. Además vivía a un par de manzanas de casa y a mamá, que rebosaba de generosidad andaluza, le encantaba invitarla a comer. Muchos meses después me escribió desde los Estados Unidos para confirmarme que el sueño había sido certero y que jamás tendría que haberse casado con aquel sinvergüenza que después de haber conseguido la nacionalidad americana, la abandonó. Y yo le reconocí el día que me lo presentó, por haberlo visto en aquella fantasía de la noche que desgraciadamente se había convertido en realidad.
Y la vida de todos los días transcurría suave, llena de cosas absurdas, como en una ilusión. Yo guardaba en mi corazón las cosas importantes: el ver crecer a mi hijo, el ver feliz a mi madre. Y no me importaba nada levantarme a las seis de la mañana y que me llevara la banana (el Renault cuatro latas que había perdido ya al menos una) a trabajar al camping.
Otro día se le ocurrió a Xavi organizar una fiesta de moteros. Fue a la granja de al lado y encargó un tanda exagerada de costillas de cerdos que mandó asar en unas barbacoas improvisadas con cuatro piedras sobre la tierra. Los moteros empezaron a llegar en bandadas y pronto me di cuenta de que los que no íbamos vestidos como ellos no existíamos, y sólo se dirigían la palabra entre ellos. Era lógico, tenían que celebrar su venturoso viaje desde tan lejos en aquel día horrible de calor. Pero la alegría se les terminó rápido, pues de los tres días al año que llueve en Sevilla aquel fue uno de ellos, y la lluvia furiosa que golpeaba el polvo cubrió con una salsa de lodo las costillas de marrano que quedaron intomables sobre las brasas. El agua que bajaba por la pendiente arrastró con ellas las cervezas y los ánimos, y en menos de veinte minutos estaban todos refugiados en el restaurante. Pero Xavi, que lo había gastado todo en las viandas para la barbarcoa, no había previsto otra comida y los chicos se quedaron tan descorazonados y con un hambre tan carnívora que se fueron en estampida. El viento soplaba hacia ellos desde la granja de cerdos, en guisa de adiós.
Estas cosas, y tantas otras que vinieron después, se fueron desmadejando gracias a aquella mentira. Fue una
mentira piadosa, tal vez, pero una mentira. Muchos años depués aprendí a hablar un francés desenvuelto que me ayudó en la vida de todos los días. Es como si aquella mentira se hubiera convertido en una sentencia del destino que me hubiera tomado la palabra en aquel momento de desespero. Si la vida entera es toda ella una mentira, como decía el escritor en el gran soliloquio:
que la vida es sueño y los sueños sueños son. Entonces que me dejen, como yo quiera, soñarla con el corazón.