El secreto de Leo Williams

El joven científico Leo Williams, tímido y retraído, descubre una terapia genética capaz de sanar enfermedades sin dejar secuelas.

En su obsesión por la ciencia se expone a sí mismo a sus propios experimentos, transformándose en un hombre irresistible, sensual y de buen humor.

Cuando la bella periodista Anabella Spencer va a ha hacerle una entrevista, nace el amor. Pero tras ellos anda siempre la sombra de Fox, el compañero envidioso de Leo, capaz de maquinar cualquier cosa para quitarle su éxito y su amor.

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ISBN 9788469745120

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  Lee el primer capítulo


 Lorna no volvía sola del cementerio en aquel desgraciado día gris; a pocos pasos la seguía su sobrino Leo Williams cabizbajo, con las manos lánguidas cruzadas por delante. Ella que odiaba a los hombres y que con treinta y siete años aún era virgen y sin compromiso, porque pensaba que el sexo y los niños son una equivocación de Dios, ahora no sabía cómo hablarle a un joven de doce años que acababa de perder a su madre, a quien se parecía cada día más.
     Como tenía la obligación de terminar de criar a aquel niño extraño, vivía con él como si no hubiera nadie más en la casa y lo acomodó en el desván, dejando libre la habitación de invitados para las amigas que venían por las noches a jugar al bridge, cuando el alcohol las dejaba ciegas para conducir.
     "La presencia de Leo en esta casa no cambiará en nada mi vida" —se dijo. Y así fue. Le arregló la buhardilla como si fuera una celda de monje, con la cama, una mesa y un baúl enorme que hacía las veces de armario. Un tragaluz que daba al tejado dejaba entrar la claridad de día y, a veces demasiado temprano, el sol de California.
     Su madre le había dejado mucho dinero en un banco del que Lorna no conocía ni el nombre. Ella siempre la consideró como una extranjera maniática de costumbres estrafalarias, y hasta el apellido lo tenía estrafalario, ¿por qué se le habría ocurrido a su hermano casarse con una mujer así? En todo caso, a tres metros bajo tierra como estaba, ya no podría preguntárselo.
     —Prométeme que lo enviarás a Menlo —le había dicho Sara entregándole un papel con la mano temblorosa—, aquí hay más que suficiente, llevo ahorrando desde los quince años y con este poder bancario podrás administrar la cuenta de Leo hasta que llegue a la mayoría de edad.
     —No necesito tu dinero para alojar a Leo en casa —respondió Lorna con sequedad.
     Sara resopló como saliendo de un ahogo e hizo un esfuerzo para hablar.
     —No lo tomes a mal, por favor Lorna, hay para la escuela y mucho más.
     Lorna asintió apretando los dientes por respeto a la mujer que había hecho feliz a su hermano, o lo que la esclerosis lateral había dejado de ella: tullida, inmóvil y encogida como una gamba, aunque con las facultades intelectuales intactas. A fin de cuentas la muerte, que perfumaba ya el cuerpo de Sara, iba a saldar las viejas cuitas. Pero enrojeció de furia al recoger el papel y lo dobló con rabia, sin poder disimular el fastidio que le causaba tener que representar un papel de madre que detestaba con toda el alma.
     —Cuídalo bien, por favor —le rogó como si fuera lo último que iba a decir.
     Y vio en los ojos de Sara tanta pena, que le recordó los ojos del viejo Terry, en el día en que tuvo que llevarlo al veterinario para el sacrificio mortal. Y así, acordándose del perro, consiguió derramar unas lágrimas que refrescaron por un momento las llamas de su ira.
     Durante aquellos días Leo pasaba la mayor parte del tiempo en el hospital, bajo el ala protectora de un par de enfermeras que lo habían adoptado por ser un huérfano potencial. Ahí, desde su silencio las observaba dar carreras por los pasillos del hospital, cuando un enfermo se ahogaba o cuando entraba una camilla de urgencias a toda velocidad. Mirando las máquinas a las que Sara estaba conectaba y los tubos que la perforaban, decidió dedicar su vida al mismo oficio que aquellos que habían hecho tanto por tratar de salvar la vida de su madre. Solo que él no pondría inyecciones, ni escribiría recetas, y sobre todo no sajaría la carne de nadie con ningún bisturí. Se veía mejor detrás de los tubos de ensayo, investigando o inventando máquinas como aquellas que había visto, para sanar ese tipo de enfermedades extrañas que exterminaba a la gente sin piedad.
     —Mamá, yo te curaré aunque sea después de muerta.
     Le había dicho unos días antes. Ella lo miró con ojos brillantes, sin fuerzas para llorar, y apenas le pudo dar una leve sonrisa como respuesta. Sara duró solo un par de tardes más y se fue de este mundo en la discreción de una noche de sueño sin fin. El chico se quedó tan destrozado y triste, que alguien le aconsejó a Lorna:
     —Necesita ayuda, llévelo al psicólogo, por favor.
     Pero jamás lo hizo.
   
     La vida con Leo en casa era mucho más llevadera de lo que se había imaginado; su sobrino se pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo cosas, en lugar de estar haciendo surf en la playa como todos los chicos de su edad. A Leo lo confortaban los esfuerzos que hacía por aprender, por cumplir el objetivo que se había fijado de convertirse en científico. Y como no tenía a nadie que lo consolara, aprendió a no llorar, llevado por el prematuro pragmatismo al que la vida lo había forzado. Así se había convertido en un niño mudo, viviendo como un anacoreta en su torre de marfil, rodeado de sus libros y sus cuadernos de notas de los que rellenaba al menos cuatro docenas al año. Por las tardes bajaba a la cocina a cenar y nunca a la misma hora que ella. En la estantería del refrigerador lo esperaba el mismo plato frío de siempre, el mismo menú combinado servido en bandeja militar. Hasta que su tía compró el micro ondas, un artefacto que servía para calentar sin fuego las jarras de café y de té que se bebían en las noches interminables del bridge. A Lorna le interesó el primer mes ver las notas de Leo, para asegurarse de que no repitiera curso y tener que aguantarlo un año más. Pero las calificaciones de Leo eran inmejorables y se alegró al comprender que era inútil preocuparse. Su misión terminaría cuando el chico se fuera a la escuela de Menlo, momento en que le daría la independencia para que volase con alas propias. Mientras, se justificaba en las conversaciones con las amigas para aliviar el látigo de la conciencia.
     —Mi sobrino es el chico más extraño que he visto. No sé qué va a ser de él cuando se haga un hombre.
     —Los sobrinos son una plaga —dijo Julianne asintiendo—, encima de que no son tus hijos, solo se acuerdan de ti cuando quieren algo.
     —No sabéis lo que me está costando —prosiguió Lorna haciendo un gesto monetario con la mano—, pero alabado sea Dios, Él conoce todas nuestras obras.
     —Pero, ¿Sara no le había dejado dinero? —preguntó Julianne.
     —¡Qué va!, si no tenía donde caerse muerta, ¡la pobre! Lo hago todo por la memoria de mi hermano Peter —dijo mirando al cielo—, que en paz descanse, y sólo me consuela saber que en unos años, cuando Leo haya terminado la escuela todo acabará.
     Diana Rose, la otra soltera, dio una profunda calada al cigarrillo que se estaba fumando, exhaló el humo formando una nube que sumió las cabezas de las jugadoras en una neblina blanca, se terminó de un trago el medio vaso de whisky que le quedaba y dijo:
     —Vamos a ver, alguna obra de caridad teníais que hacer con la pasta que habéis ahorrado ¿no?, aunque sea para los sobrinos que vienen a daros sablazos.
     De las tres jugadoras empedernidas, Diana Rose era la única que no era virgen, ni iba nunca a la iglesia. Había conocido hombre y había amado, había jugado y había perdido el día en que la bruja de Cathy Anne Keller se cruzó entre ella y su novio. Pero, ¿qué podría haberle dado aquella mujer para que su hombre se alejara de ella de aquella manera? Sin ni siquiera decirle adiós. Y se acordaba todos los días de su marino mercante, de que podía haberse casado con él y haber engendrado los hijos más guapos del Estado de California. Ella nunca lo supo, pero la bruja había llamado a la fuerza de la sangre para enganchar al marino, haciéndole beber una porquería disimulada con vino que le nubló la razón. Esto, o el enorme tetamen de Cathy que había perturbado la calma de más de uno, fue la razón de que ella lo perdiera para siempre. Por ser un tema tabú entre las chicas, las únicas conversaciones que mantenía sobre este asunto eran con el whisky, en donde ahogaba sin moderación los recuerdos que la atormentaban en los días aciagos. En días peores Diana Rose sufría unos ataques de una rabia histérica incontrolable, con lágrimas y gritos que las otras dos trataban de calmar con desesperación. Esto lo habían convertido en la obra de caridad más grande de sus vidas y lo olvidaban rápido una vez pasado, como si nunca hubiera sucedido y no volviera a suceder jamás.
     —Para ti es fácil —le respondió Julianne—, tú no tienes sobrinos,
     —No, sólo tengo un perro, y mi dinero me gasto en croquetas.
     —¡No se puede comparar! —protestó Lorna.
     —Pero bueno, ¿no estábamos jugando al bridge?
   
     Lorna cumplía los deberes de tutora de Leo como la haría una monja haciendo penitencia. Subía cada día a la buhardilla y limpiaba los excrementos y las cáscaras de pipas alrededor de la jaula de la "rata asquerosa"; un hámster que por un extraño brote de misericordia, le permitió tener. Aunque a veces se arrepentía de haberlo hecho, y un día que Leo volvió temprano de la escuela se asustó cuando la vio allí apretando tan fuerte el cuello del hámster que le pareció que lo iba a ahogar.
     —¿Ves? —dijo levantando la rata— ¡tú solo me das trabajo!, ¡lástima que tu padre cometiera el mismo error que tu madre, muriéndose cuando tú eras un mocoso!
     Leo no respondía nunca a aquellas afirmaciones nefastas, sino que se replegaba más y más en sí mismo, endureciéndose. Pero tardó muy poco en liberar a su tía de sus deberes maternales y el día en que debía dejar el sur de California para irse a la escuela de Menlo, llegó mucho antes de lo que Lorna pensaba.
     La mudanza le resultó fácil: sólo se llevaba el ordenador, la jaula del hámster y la bolsa de pipas que lo alimentaba. El resto lo ocupaban sus blocs de notas y un diario en el que redactaba una hoja cada día, dirigido siempre a Sara. El día que se fue la tía Lorna puso cara de alivio cuando lo vio salir, y al cruzar la puerta para siempre le dijo:
     —Adios.
     —Adios, tía Lorna.
     Se miraron como dos extraños, que es lo que habían sido siempre. Lorna permanecía tiesa en la entrada, sin atreverse a darle un beso de despedida que hubiera sido el primero en todos los años que lo había tenido a su cargo. Al oír el sonido de la puerta cerrándose por última vez, la recorrió un sentimiento de culpabilidad y de tristeza; fueron todos aquellos años sin verdaderas navidades, sin apenas celebración del día de Acción de Gracias y sin haberlo apuntado a la escuela de surf de Huntington Beach, que le pesaron sobre el pecho como una plancha de cemento. Pero lo olvidó rápido, en media hora vendrían las chicas a jugar al bridge y comerse todas las galletas que había sido capaz de hornear por la mañana. Limpió a toda prisa el dormitorio donde Diana Rose dormía las borracheras, la habitación que Leo habría podido ocupar. Cuando estaban todas en la mesa con las cartas en la mano, ella miró al cielo y lanzó un suspiro que más fue un resoplido de burro sin quererlo.
     —¡Yo quería tanto a ese muchacho! Pero, ¿veis?, el desagradecido se marchó sin ni siquiera darme un beso de despedida, ¡después de todo lo que he hecho por él!
     Julianne asintió dando un par de cabezadas de caballo, como dándole la razón.
     —Los jóvenes de hoy en día no son como éramos nosotros, ni tienen la misma educación.
     Y de repente Diana Rose dio un porrazo sobre la mesa con el culo del vaso de whisky derramándolo, y exclamó:
     —¡Pero si tú nunca lo has querido Lorna, por el amor de Dios, dinos la verdad de una puta vez!
     Y estalló en unos sollozos tan desesperados que Lorna se levantó y se puso detrás de ella, acariciándole el pelo como lo haría con la cabeza de una muñeca. Diana Rose escondía el rostro entre las manos.
     —Ya están aquí esos nervios otra vez Rose, pero no estás sola, nos tienes a nosotras, ¿no es cierto, Julianne?
     Y Julianne asintió dando cabezadas aún más exageradas, por miedo presenciar otra de aquellas crisis explosivas que comenzaban invariablemente con el olor del alcohol derramado y llegaban a durar horas, en las que Diana Rose se ponía como una fiera. Pero su amansamiento podía hacerles ganar el cielo, según les había dicho el pastor de la iglesia a las dos, por eso la habían acogido como a una oveja perdida que más pronto o más tarde, tendría que volver al redil del Señor.
     Leo había descolgado todas las fotos de su madre y las pocas que le quedaban de su padre. El hijo de su hermano tenía el espíritu liviano, excepto por el número de cuadernos que había acumulado, y el desván quedó vacío. Pero ella subiría allí de cuando en cuando, en momentos de soledad en los que la reconcomían los remordimientos y los recuerdos de un muchacho al que jamás había querido aceptar.
     Mientras, Leo se enfrentaba solo a la independencia con una mezcla de entusiasmo y miedo de tener que valerse por sí mismo que se le pasó pronto pues nunca había tenido un verdadero hogar.
   
     Sara y Peter Williams habían dejado huérfano al joven más huraño de Menlo, pero también al alumno más aventajado. Era tan brillante en casi todas las asignaturas, que los profesores lo trataban como a un colega y le hacían consultas sobre temas difíciles que ellos mismos no llegaban a entender. Leo destacaba en física, química y matemáticas, pero tenía tantas rarezas de carácter que ningún compañero se trataba con él. Pasaba el tiempo anotándolo todo en sus cuadernos y no iba jamás a ningún partido de futbol, ni se le vio jamás en fiestas. Le llamaban entre ellos el autista y esquivaban su presencia, le tenían ese temor inexplicable a lo que no se comprende, y esa aversión a lo que no se puede superar llamada envidia. Los años pasados en la buhardilla lo habían dejado inútil para la vida social y llegó a la edad adulta como habían llegado a la adolescencia: solo. Pero Fox Pitt, que tenía su misma edad y estaba en su misma clase, resaltaba por todo lo contrario. Le había crecido ya toda la barba y presumía de un pecho que se había ensanchado jugando al fútbol y entrenándose en uno de los mejores gimnasios de la cuidad. Decían que a los catorce años ya se había acostado con todas la animadoras del equipo. Era el joven más perfecto de toda la escuela, campeón en los deportes y no se celebraba ninguna fiesta sin él (y su dinero). Él más simpático y admirado, que excedía a todos en todas las cosas excepto en una: Leo Williams tenía las mejores calificaciones y se llevaba las mejores menciones de honor. Y a Fox, el ganador, le corroía el hecho de que alguien sobresaliera más en algo que él. Durante un tiempo adoptó la táctica de hacerse amigo suyo para "aspirar" su genio por ver si se le contagiaba algo, puesto que no podía retarlo en ninguna otra cosa. Pero Leo no perdía el tiempo en hablar con nadie, hasta que llegó el día en que conoció a Maggie Jones, la que tenía aspecto y maneras de prostituta que fue en lo que se convirtió más tarde. La llamada del deseo se hizo tan fuerte que tenían encuentros esporádicos más de tres veces al día, en los cuartos de baño o en el asiento de atrás del coche de ella aparcado en alguna colina en horas solitarias. Aprovechaban los momentos libres en cualquier sitio inesperado, pero jamás lo habían hecho en un dormitorio, esto era algo que entristecía el corazón de Maggie que había caído en la red del enamoramiento de aquel joven imberbe, sabiendo que no tenía esperanzas de ser correspondida. Y Leo sólo hablaba de sus teorías científicas y de sus experimentos, pero jamás de sus sentimientos, y era porque no los tenía. No había nada que pudiera distraerlo de su proyecto, ni siquiera una mujer. Y eso que resultaba tan difícil no distraerse con los ojos irlandeses de Maggie, sus senos turgentes y su sensualidad natural. Tenía una cintura que se movía como si tuviera vida propia y un cuerpo maduro con un alma de adolescente dentro, que hacía volver la cabeza de los hombres al verla pasar. Pero la fijeza de Leo en convertirse en biólogo era para él mayor que todo lo que existía en el mundo y también la que lo apartaba de el. A Maggie Jones le gustaba su cuerpo fino de niño con su miembro de hombre, no como Fox, de quien le había gustado su cuerpo de hombre, pero menos su miembro de niño en la única (y última) vez en que se acostó con él. Le gustaban las gafitas de su flaco, como ella llamaba a Leo, su pelo de caracoles negros y su aire distraído, pero con la mirada certera y penetrante de quien conoce muchas cosas. Maggie le daba toda la ternura y el amor que tenía, sabiendo que aquella aventura amorosa duraría lo mismo que su juventud, pues todo terminó después del último curso, cuando Leo entró en el Departamento de Biología Genética de la Universidad de Stanford, y ella pensaba que no le vería nunca más.
   
     En Menlo Leo solicitó poder trabajar en el laboratorio en su tiempo libre. Al cabo de unos meses presentó un proyecto que consistía en una pomada revolucionaria, hecha a base de clara de huevo, que curaba las quemaduras solares casi al momento, basándose en un principio natural de regeneración celular. En seguida un laboratorio privado le compró la patente de la fórmula y la puso en el mercado con el nombre de "Instant Sunburn Relief". La crema se vendía como rosquillas en las playas de California, de donde salían los bañistas imprudentes con la piel del color de las gambas cocidas, después de un día al sol. Leo tenía el mismo ojo financiero de su madre y firmó un buen contrato que le daba derecho a una pequeña parte de las acciones del laboratorio y una comisión por los beneficios de ventas. Estos ingresos le fueron llegando durante el resto de su vida y le resultaron muy útiles en el momento de la perdición. Sara Williams Meyer habría estado más que orgullosa de su menudo hijo, y él lo sentía así en lo profundo de su corazón, a cada paso que daba y con cada progreso que hacía. Ahora que no dependía del pan ajeno, había llegado el momento de establecerse por su cuenta y alquiló un apartamento estudio en lo más alto de un edificio cerca de la Universidad, por no querer vivir en el campus, ya que le gustaba tanto la soledad.
   
     Maggie Jones fue la única que estaba presente en el día de su graduación. Se había gastado todos los ahorros en comprarle un elegante abrigo de lana para los inviernos de la bahía de San Francisco en donde el frío podía ser, según decía ella, glacial. Era el primer regalo que Leo recibía desde que Sara dejó este mundo. Él se emocionó y agachó la cabeza hacia su rostro.
     —Esto no lo olvidaré nunca Maggie, y algún día te lo devolveré.
     —¡Devuélvemelo ahora, Leo! —se lanzó y prométeme que te casarás conmigo algún día. Sabré esperar aunque sean años.
     —Sabes que no puede ser Maggie, no... yo no puedo comprometerme con nadie, lo sabes bien. No tengo lo que hace falta, no tengo nada que ofrecerle a ninguna mujer y si algún día tuviésemos hijos...
     —¡Todo por temor a una enfermedad que no sabes si tendrás! —lo interrumpió— yo estoy dispuesta a correr el riesgo.
     —Pero yo no. No, al menos antes de que haya hecho todo lo posible por encontrar una solución.
     Dos lágrimas vivas resbalaron por el rostro de la joven empañando sus ojos verdes.
     —Pero puede llevarte años, puede llevarte toda una vida...
     —Así es —respondió Leo tratando de borrarle las lágrimas con los pulgares.
     Maggie se resignó comprendiendo que no podía ser y le dijo aferrándose a él:
     —Al menos dame un último beso, un beso de verdad.
     Leo dejó caer al suelo el diploma y la bolsa con el regalo. Entonces le dio un beso profundo, el más largo de su vida, uno que ella más tarde buscaría en la boca de otros hombres sin poderlo encontrar.
     —Iré a verte cuando tú quieras, sólo tienes que llamarme y allí estaré.
     —Maggie por favor, no te hagas aún más daño, busca a un hombre que pueda llenar tu vida y amarte de verdad. Creo que por tu bien es mejor que no nos veamos más.
     Y ella terminó por captar que aquello era el adiós de su flaco y que ya no le vería más. Una ráfaga de fuego hiriente arrasó su corazón adolescente y se quedó en Menlo repitiendo curso y asignaturas pendientes de la vida, que no había podido afrontar. Las malas compañías y una serie de decisiones desbarradas la llevarían por el camino equivocado: el de su propia autodestrucción.
   
     Robert Hobbs tenía la cabeza baja sobre una mesa interminable llena de expedientes, llevaba horas examinando pilas enteras de papeles. Con gestos nerviosos colocaba un dossier sobre otro a su derecha, separando las solicitudes que había estimado preferentes, luego los volvía a sacar de su sitio y los devolvía al montón, indeciso. Había que tener algo especial para entrar en la Universidad de Stanford y el número de candidaturas aumentaba cada año.
     Hobbs era excelente y riguroso en su trabajo, meticuloso hasta la fatiga y considerado un hombre de confianza, pero aquel mal día se sentía incapaz de concentrarse. Dirigía una empresa aparte del trabajo en la Universidad que había heredado de su padre y se servía de ella para completar los ingresos de una familia exigente que llevaba un alto nivel de vida. Ahora las cosas habían ido demasiado lejos y se había entrampado hasta las orejas para comprar ciertos caprichos que ni con cinco años de producción de la fábrica podría pagar. Sudaba cuando sonaba el teléfono, barruntando ya la llamada del primer acreedor, y transpiraba sólo de pensar en tener que explicárselo todo a su esposa y a sus hijos y aparecía pálido y maltratado por las noches de insomnio y los días a base de café y bocadillos. Con un escándalo semejante perdería su puesto en la Universidad y quien sabe si algún día, hasta la libertad. Un timbrazo desagradable lo despertó de sus cavilaciones.
     —¡Puto teléfono! ¿Quién será?
     Lo descolgó contrariado y contestó con un hilo de voz, como si no quisiera que se oyese su nombre.
     —Robert Hobbs al habla.
     —¿Robert?, ¿estás ahí? —sonaba una voz muy enérgica al otro lado— soy Jeff Pitt, me preguntaba como le iba a mi proveedor de ventanas favorito, ¿todo bien? Yo no me puedo quejar —continuó sin esperar a que le contestara— las cosas van saliendo a pedir de boca, mejor de lo que podría imaginar.
     —Me alegra oír que todo va bien, señor Pitt.
     —Como también te alegrará oír que hemos confirmado el último pedido de ventanas de aluminio por valor de unos quinientos mil dólares. Pensé que te alegraría saberlo y he decidido comunicártelo personalmente.
     Robert se puso de pie y durante unos segundos no atinó a saber qué decir. Aquel era, sin ninguna duda, su día de suerte pues le había llamado el mismísimo Jeff Pitt, quien jamás se había dignado a responderle a ninguna llamada telefónica desde que inició las gestiones comerciales con su empresa.
     —Gracias, señor Pitt, es un honor tenerle entre nuestros mejores clientes —respondió con voz temblorosa—, ¿a qué hora podría pasar por su despacho para ultimar detalles?
     —¡Vamos a construir a lo grande! ¿sabes? —le dijo Pitt obviando su pregunta— serán los edificios más hermosos de toda la bahía de San Francisco y ustedes tienen toda nuestra confianza y ¿sabes?, he estado reflexionando sobre tu trabajo en Stanford y lo importante que es para nosotros los americanos esta Universidad. Tengo que decirte que he tomado una decisión al respecto.
     —¿Cuál? —Preguntó Robert extrañado.
     —La de convertirme en uno de los benefactores históricos. Tengo un capital importante en dólares de reserva para donativos y me gustaría que fuera a parar a Stanford.
     —Muchas gracias, Señor Pitt —dijo Robert sorprendido— yo...
     —Por cierto —le interrumpió de nuevo— me gustaría pedirte un consejo sobre un asunto familiar. Se trata de algo personal pero prométeme que puedo contar con la más absoluta reserva.
     Jeff Pitt le inspiraba miedo. Era conocido por su carácter implacable y su astucia marrullera que no conocía límites para negociar.
     —Desde luego, señor Pitt, puede contar conmigo. Le escucho.
     —Es sobre mi hijo Fox, ¿sabes? Los muchachos de hoy en día no tienen la misma determinación que teníamos nosotros en nuestra época y se desorientan fácilmente. Había pensado que lo mejor para el chico sería realizar sus estudios en Stanford, ¿qué opinas tú?
     —Desde luego, señor Pitt, no podría haber hecho mejor elección.
     —El muchacho se ha despistado un poco en la escuela en los últimos dos años, pero tiene un cerebro brillante como todos los hombres de la familia y sé que tiene un gran potencial, ¿podrías encargarte de revisar su expediente?
     —Justamente... iba a proponérselo.
     —Gracias Hobbs, sé que harás todo lo que esté en tu mano para facilitarle la entrada a Fox.
     —No se preocupe, me ocuparé de los detalles esta misma mañana.
     —No esperaba menos de ti y quiero que sepas que a partir de ahora contaremos con tu empresa como nuestros proveedores prioritarios.
     —Gra...
     Jeff Pitt colgó el teléfono de golpe sin dejarlo terminar, sabiendo que había conseguido lo que deseaba y así Fox entró en Stanford, por aquel donativo que su padre había hecho "por el bien de la nación".

Primera edición en español María Martinez Olivares ©2017

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